San Severino nació en Roma (c.410) y provenía de una familia noble y rica. Sin embargo, respondiendo al llamado de Dios. Quiso apartarse del mundo y vivir como un eremita.
Vivió como tal por unos años, hasta que, conmovido por la destrucción y muerte que dejaban los invasores bárbaros, decidió ponerse al servicio de las poblaciones devastadas. Así, abandonó las tierras circundantes a Roma y se fue a predicar a orillas del río Danubio entre Austria y Alemania.
En esa región, aún provincia del Imperio romano, se estableció en la ciudad de Asturis (o Asturia), donde profetizó a los pobladores que si los no dejaban los vicios y se dedicaban a rezar más, con sacrificios y obras de caridad, sufrirían un terrible castigo. Nadie le tomó importancia. Tal rechazo lo motivó a irse a Cumana (o Cumagenis), una provincia cercana. No pasaría mucho tiempo para que las hordas de los hunos llegasen desde Hungría. Astura quedó semidestruida y su población masacrada.
San Severino
En Cumagenis, Severino también profetizó castigos si los pobladores no se convertían.
Nadie le creía, por lo que parecía que podía correr la misma suerte de Asturis, hasta que un sobreviviente de dicha ciudad llegó a Cumanegis y contó lo sucedido, cómo nadie hizo caso de las advertencias de San Severino.
Por no escuchar al hombre que los quería ayudar, no se prepararon para defender sus tierras, siguieron viviendo frívolamente y de esa manera llegados los hunos cometieron un sinnúmero de atrocidades sin encontrar resistencia.
En Comagenis
Los pobladores se fueron a orar a los templos, cerraron cantinas y lugares de mal vivir y cambiaron su conducta haciendo sacrificios y penitencia. La población, aleccionada, se organizó para defenderse y detener la invasión.
Lamentablemente todo esfuerzo en ese sentido parecía insuficiente. Es allí que sucedió algo que cambió el curso de los acontecimientos. Estando cerca los bárbaros, un tremendo terremoto se produjo en la región, aterrorizando a los hunos, quienes consideraron esto como un signo de mal augurio. Entonces decidieron huir y no entrar a la ciudad.
Durante 30 años se dedicó a fundar monasterios. Severino recorría descalzo las inmensas llanuras de Austria y Alemania, incluso en las heladas nieves. Su sencillez en el vestir, su túnica desgastada y vieja, y su espíritu de servicio le ganó el respeto de todos.
El 6 de enero del 482, tuvo una premonición sobre su propia muerte, así que mandó a llamar a las autoridades civiles de la ciudad de Nórico (provincia del Imperio donde vivía en ese tiempo) para pedirles que respeten los derechos de los demás si querían tener la bendición de Dios. “Ayuden a los necesitados y esmérense por ayudar todo en todo lo posible a los monasterios y a los templos".
Murió el 8 de enero del 482 pronunciando las palabras del Salmo 150: "Todo ser que tiene vida, alabe al Señor". Seis años su tumba fue abierta y encontraron su cuerpo incorrupto. Le levantaron los párpados y vieron que sus ojos azules aún brillaban. Sus reliquias se encuentran hoy en Nápoles.
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