Diario 2001
En Venezuela la agresión se ha incrementado de forma exponencial en los últimos años como motivo de consulta psicológica en la población infanto-juvenil. Al respecto, cabe preguntarse si es que los niños de esta generación son intrínsecamente más agresivos que los de hace una década o, más bien, si sus conductas son producto de un engranaje de circunstancias sociopolíticas que terminan abriendo camino para que la agresión sirva como vía de comunicación legítima.
Si bien es cierto que la agresión es parte de la naturaleza humana, la forma de expresarla depende, entre otras cosas, de lo que se observa, de las circunstancias a las que la persona se ve sometida y de los controles internos y externos de los que se puede echar mano. El hogar, la escuela y la sociedad en general son los entes reguladores para estructurar las normas que sancionan los actos violentos; pero vemos como cada día el desinterés por el otro, la sensación de indefensión y la necesidad de tomar la “justicia por nuestras propias manos” es lo que termina prevaleciendo, no solo en los niños y jóvenes, sino también en los adultos que forman parte de su entorno.
En una investigación reciente efectuada por psicólogos de la Ucab se halló que de un total de 80 niños, entre 6 y 12 años, solo 3 de ellos no ofrecieron signos de clara agresión dentro de una prueba que se usó para medir tales indicadores. Creemos que la respuesta de uno de estos niños expresa la idea de forma elocuente: “El gigante no quiere dejar de ser malo, quiere seguir maltratando a la gente, golpeándola hasta matarla. Se siente molesto porque él es muy malo y así es. Hay muchas personas que son malas y él sacó eso de su familia. Es malo, mata gente, las golpea hasta que mueren porque así se lo enseñaron. Porque su papá es muy malo y por eso se lo enseñó a él”.
A partir de lo dicho, conviene enfatizar algunas circunstancias sociales que facilitarían la expresión frecuente y desmedida de la agresión: por ejemplo, la ruptura de las reglas de juego como consecuencia de la ineptitud de las autoridades encargadas de velar por ellas; en algunos casos, la falta de vigencia de estas mismas normas que organizan la vida social; la inversión del sentido de las instituciones sociales que parecen perseguir lo contrario a lo que enuncian; la incertidumbre y desconfianza frente a todo; y, de forma lamentable, la tendencia a fomentar una percepción distorsionada, o francamente falsa, de la realidad.
Pese al panorama oscuro, no olvidemos que estas circunstancias muy duras pudieran exigirnos dar lo mejor de nosotros y revertir el panorama. Ello define de manera clara la responsabilidad de todos quienes trabajamos con niños y jóvenes para acompañarlos hacia la búsqueda de los valores superiores.
2015-10-17