Raúl Jiménez Sánchez
Cuando jóvenes (y no tan jóvenes) portan alegremente por las calles la franela con la imagen del “Che” Guevara, uno se pregunta si realmente conocerán al personaje a profundidad como para rendir admiración con el gesto de enarbolar su rostro como una bandera que anuncia una posición política, una perspectiva ante el mundo.
Porque el insurgente argentino Ernesto Guevara no es solo el joven romántico que recorrió América del Sur a principios de los años 50 del siglo XX. No. Se transformó en alguien diferente a ese muchacho aventurero, se convirtió en un animal político con una visión caustica de la sociedad. Su filosofía concebía el cambio social de manera violenta, agresiva, inmediata, inconsulta, impuesta e incluso sangrienta. De esto no puede caber duda alguna, pues él mismo, sin ningún pudor, lo proclamaba a los cuatro vientos, por lo que no nos pueden venir a acusar de estar distorsionando palabras o sacándolas fuera de contexto o malinterpretándolas. No. El “Che” dijo lo que dijo y no lo pueden negar o contradecir.
Su perspectiva de transformación social solo podía ser impuesta agresivamente y para su desgracia fue Cuba el escenario para el terrible ensayo. Fidel y Raúl lo vieron acometer juicios sumarios en cárceles de la isla, en los que la sentencia de muerte se aplicó a miles de disidentes que no se esperaban que “gente libertaria”, que esgrimían la moral, la verdad y la justicia social como escudos para salvar al pueblo, fuera capaz de asesinar sin pestañear solo para consolidarse en el poder. Pero lo hicieron, sí tuvieron la sangre fría para matar a semejantes que eran culpables de no estar de acuerdo. Al “Che” Guevara no le tembló la mano para mandar al paredón a cientos, miles de cubanos, que espantados contemplaban cómo un extranjero los enviaba a ser fusilados en su propia tierra.
Quizás hastiado y asqueado de su orgía de muerte, el propio Fidel, desde su silla de mandamás se las ingenió para enviarlo lejos, muchos dicen que porque Castro buscó el acercamiento con los comunistas rusos, a despecho de lo que aspiraba Guevara, quien era un ferviente seguidor de Mao y su Revolución Cultural en China, con lo cual marcó una diferencia irreconciliable con el argentino, que aislado de sus camaradas no le quedó más remedio que salir de Cuba a un exilio forzado, disfrazándose una vez más de adalid revolucionario. Primero en el Congo, luego en Bolivia. En ambos lugares salió con las tablas en la cabeza, porque la población no lo apoyó y las autoridades lo cazaron sin descanso. Los bolivianos consiguieron atraparlo y por un momento dudaron qué hacer con él.
Y de ese momento histórico se cumplió medio siglo este pasado 9 de octubre. En 1967 el gobierno boliviano y la CIA persiguieron al “Che” en plena selva, mientras este lideraba un puñado de alzados que luchaban prácticamente sin armamento, porque Fidel desde Cuba se negó a enviar pertrechos en su afán de deslindarse de quien se había transformado en su rival político. Los comunistas chinos se vieron imposibilitados de apoyar logísticamente al argentino porque de eso se encargaron directamente los norteamericanos. Exhausto y disminuido el comandante Guevara fue presa fácil de sus cazadores.
Una vez capturado en la remota población de Vallegrande, al este de Bolivia, el generalote boliviano René Barrientos Ortuño en su tercera presidencia (en la práctica era un dictador de derecha pro Estados Unidos en plena Guerra Fría) expidió la orden: el “Che” debía ser ejecutado.
Cuentan testigos directos que cuando le informaron a Guevara que habían ordenado su ejecución, se puso pálido. Él, quien había mandado a matar a miles de cubanos, ahora correría la misma suerte, y con la misma inmisericordia. Verdugo no da ni pide cuartel. En sus minutos finales Guevara solo atinó a hacer tres peticiones: primero que le dijeran a Fidel que "pronto verá la victoria de la revolución por toda la América", segundo que le dijeran a su mujer que se volviera a casar y que tratara de ser feliz y por último exigió que su pipa se la entregaran a un joven soldado que le había tratado bien. El otrora despótico, despiadado y arrogante político se había degradado a sí mismo al papel de un mendigo hambriento despojado de todo y ya sin vida.
El “Che” fue el artífice de su propia muerte, su destino era el que su propia voz había determinado. Tres años antes, en 1964 ante la reunión anual de la ONU en Nueva York, como representante del gobierno cubano, Ernesto Guevara profirió esta perla:
“Nosotros tenemos que decir aquí lo que es una verdad conocida, que la hemos expresado siempre ante el mundo: fusilamientos, sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando”.
Y meses antes de morir, en 1967, y amparado por su abigarrada consciencia revolucionaria, el muy “humanista” icono pop de camisetas escribió en su diario:
“El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal".
Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aún dentro de los mismos: atacarlo donde quiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo. Se hará más bestial todavía, pero se notarán los signos del decaimiento que asoma”.
Quien no es feliz no puede querer felicidad para los demás. Y el “Che” era un hombre miserable en medio de miseria en Bolivia. A mí que no me regalen franelitas con la cara de un carnicero, de un terrorista, de un hipócrita que solo concebía que el mundo girara en torno a él, cuya tentación totalitaria lo llevó a sacrificar a otros en aras de su egoísmo y su propia acumulación de poder. Al final al ejecutor también le salió paredón. La cultura popular no se equivoca: “quien a hierro mata, a hierro muere”.
2017-10-13