EFE
Dejando aparte la omnipresente e insípida lechuga, cuando se quiere dar la imagen de alimentación natural y sana se acude a la fruta: unas manzanas, unas fresas, unos duraznos… Impresión de frescura, de alimentos no manipulados.
Entiendo y respeto a quienes son partidarios de comerse la fruta tal cual se recoge del árbol, si procede de un árbol. Yo, la verdad, me abstengo. Una, porque no tengo a mano árboles frutales. Y dos, porque nunca me ha gustado comer la fruta a mordiscos y menos aún incluyendo la piel en el menú.
Ya sé que son legión quienes nos dicen que las vitaminas están precisamente en la piel de la fruta. No es cierto, pero aceptémoslo: hoy, en cocina, hay una perezosa tendencia a no pelar nada, ni siquiera las papas, y hay que justificar esa vagancia con razones pseudocientíficas de las que la gente acepta sin más averiguaciones.
A mí me gusta la fruta manipulada. No demasiado; ni me creo lo del buen salvaje de Jean-Jacques Rousseau ni afirmo, con Tito Maccio Plauto y Thomas Hobbes, que el hombre sea siempre un lobo para el hombre ("homo homini lupus"). Hay gente buena y gente mala. Y fruta buena y fruta menos buena.
Para empezar, el habitante de las grandes ciudades no encuentra, en sus fruterías, fruta. Encuentra piedras. Ustedes palpan un durazno expuesto en el mostrador… y es una piedra. Durísimo. Inmaduro, naturalmente: hay que cosecharlo en muy verde, para que no se estropee antes de llegar al mercado.
Consecuencia: el ciudadano ha de planificar su consumo de fruta teniendo en cuenta cuándo alcanzará el punto perfecto de madurez. No se cansen: solo lo logra en el árbol. En casa pasa de verde a hipermaduro en un momento.
Así que me gusta trabajar la fruta en la cocina. Cocinamos, en general, para hacer comestible lo incomestible en estado natural, o para mejorar su sabor, su textura… No voy a afirmar que la fruta cocinada esté mejor que al natural, pero sí que hay frutas que dan un excelente resultado en la cocina.
Hablábamos de los duraznos, que en España llamamos melocotones. Ahora mismo (septiembre) están en su mejor momento en el hemisferio norte (por contra, estoy desayunando jugo de naranjas argentinas). Pero va usted a la frutería y… piedras. Aun así se los lleva a casa, donde ha de comprobar día a día su evolución.
Ustedes corten al medio unos cuantos duraznos, más maduros que verdes, pero no pasados de punto. Sáquenles el hueso. Pongan en una sartén un poco de azúcar, mejor moreno que blanco, y una nuez de mantequilla. Fuego suave. Cuando empiece a insinuarse la formación de caramelo, pongan los medios duraznos, con la parte de la pulpa hacia abajo.
Es el momento, si lo desean, de añadir un poco de jugo de naranja y tal vez un chorrito de ron negro. Esperen que se evaporen los líquidos, siempre a fuego suave, y sirvan los duraznos aún calientes, con un poco del juguito de la sartén.
En casa les ponemos una cereza (una picota) en cada hueco donde estaba el hueso. Es fácil desprenderles la piel, pero, si no les molesta la textura de la piel de durazno, pueden comerla. Yo, desde luego, prefiero pelarlos.
Fruta cocinada. Desde la piña a las manzanas, desde los higos a los duraznos. No se trata de enmendar la plana a la madre Naturaleza; sólo de añadir algún aspecto muy agradable a algo que ya lo es por sí mismo.
Sigan comiendo la fruta a mordiscos, si así lo quiere; pero no desechen la oportunidad de darles su propio toque (normalmente dulce) en la cocina. Se lo pasarán bien, y el resultado vale la pena.
2014-09-04