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Este mes de marzo se cumplen cinco años desde que empezó la guerra en Siria, situación que se ha vuelto cada vez más desesperante para sus habitantes, por lo que, Médicos Sin Frontera (MSF) realizó un informe en donde se refleja que 3 de cada 10 personas tratadas por heridas de guerra en hospitales sirios en 2015 fueron mujeres y niños.
Médicos Sin Fronteras compartió tres testimonios de refugiados sirios, para dar a conocer “el rostro humano del sufrimiento que deparan los conflictos armados”, en esta oportunidad tres personas que tuvieron que escapar de su natal Siria, narran sus vivencias.
“No pensé que sobreviviría un viaje como este, pero no tuve otra opción”
Foto de: Gabriella Bianchi/MSF
Bahar, una refugiada de Siria, trabajó con Médicos Sin Fronteras (MSF) durante tres años en el campo de refugiados de Domiz antes de tomar la difícil decisión de ir hacia Europa. Escondida en una caja parecida a un ataúd, y sobreviviendo a base de dátiles, ella llegó, de contrabando, hasta la frontera de Dinamarca.
En el teléfono, su temblorosa voz cuenta una historia de dolor y sufrimiento escondido. Hace cinco años, Bahar, una siria kurda de 36 años, vivía en Damasco. Casada y con dos hijos, trabajaba como contadora para una compañía privada. Con un trabajo gratificante, una amorosa familia y un protector marido de mente abierta, su futuro parecía pacífico y seguro.
Pero en 2011, todo cambió. Después de ser parte de protestas en contra del gobierno, el marido de Bahar fue arrestado. “Fue torturado y asesinado,” dice Bahar. “Después de su desaparición, mi vida se complicó. Tuve que cumplir el papel de padre y madre para mis hijos, tenía que asegurarme que estuvieran seguros y tuvieran comida suficiente. Fue difícil. No podía regresar a vivir con mi madre, pues ella ya había alojado a mi hermano y a sus hijos. No había suficiente espacio para todos.”
Ahora, sin trabajo, luchando por proveer a su familia, y con la violencia en la ciudad incrementándose, en 2012 Bahar tomó la decisión de dejar Damasco con sus hijos y buscar refugio en otro lado. Sus padres accedieron a ir también. Juntos, fueron hacia el campo de refugiados de Domiz, en el kurdistán iraquí.
Pero durante los siguientes tres años, Bahar se sentía cada vez más insegura, y se convenció de que no había un futuro para ella o para sus hijos en Domiz.
“La vida dentro del campo se estaba volviendo difícil. No me sentía en casa. Algunos nos trataban mal, yo estaba sola y era responsable de mi familia. Diario podía ver a la gente huyendo. Decidí que tenía que irme y encontrar un lugar mucho más pacífico. No tenía otra opción.”
Con el apoyo de sus padres, Bahar decidió ir sola hacia Europa, dejando a su familia, que la alcanzaría después. Cruzó la frontera hacia Turquía a pie y dos días después llegó a Istanbul, en donde acordó, con un contrabandista, su viaje hacia Europa.
“No pagué nada, fue mi padre quien pagó el costo de mi viaje,” dice Bahar. “Él realmente quería que fuera a encontrar una vida mejor y quería que mi familia me siguiera cuando la consiguiera.”
Después de conducir a través de casi toda Europa, Bahar salió de la caja de madera para encontrarse en la frontera entre Alemania y Dinamarca. Con un grupo de sirios e iraquís, abordó el autobús hacia la ciudad danesa más cercana, en donde se entregaron a las autoridades locales.
“En ese momento, estaba feliz y en pánico: feliz de conocer otras personas que huían de Siria e Irak, como yo; pero asustada de estar en manos de la policía, que podían enviarme de regreso en cualquier momento.”
Después de pasar siete meses en el centro de refugiados de Dinamarca, finalmente se le concedió el asilo a Bahar. Pero con el tan esperado permiso de residencia llegó la devastadora noticia de que tendría que esperar tres años para que sus hijos se reúnan con ella en Dinamarca.
"Tengo un techo sobre mi cabeza y buena gente a mi alrededor. Es mejor que vivir bajo las bombas"
Foto de: Gabriella Bianchi/MSF
Durante los últimos cuatro años, Najah una mujer siria de 59 años, ha vivido con su hijo Ahmad en Al Minieh, al norte de Líbano. A veces se siente muy sola como refugiada. No puede acostumbrarse a no tener a sus otros ocho hijos a su lado, ni a sus 13 nietos jugando entre sus piernas, ni a toda la familia junta alrededor de la mesa durante las comidas.
Los niños y los nietos de Najah hoy están dispersos en siete países y tres continentes -desde Siria hacia Turquía, Irak, Austria, los Países Bajos y Australia- aunque ella aún sueña con el día en que todos se reunirán de nuevo.
"La última vez que estuvimos juntos fue hace cuatro años, en mi casa en Alepo," dice Najah. "Recuerdo a mis hijos en el Día de la Madre, dándome regalos. Realmente extraño mucho estar sentados todos juntos alrededor de la misma mesa".
Nacida en Idlib, la primera vez que Najah dejó Siria fue poco después decasarse. Ella y su marido, Nuhad, viajaron a Kuwait para comenzar una nueva vida. Allí vivieron durante 14 años, y siete de sus hijos nacieron en Kuwait, antes de la Guerra del Golfo de 1991 que los obligó a regresar a Siria.
La siguiente vez que Najah salió de su casa fue en octubre de 2012. Esta vez no tenía otra opción. "No quería dejar mi país, mis padres y mis vecinos, pero la situación era tan mala que pensé que iba a irme sólo por un tiempo”, dice Najah.
Empacó un pequeño bolso de viaje con algo de ropa, y junto a su hija, Shaimaa, y su hijo, Ahmad, se dirigió al vecino país de Líbano.
"Creí que la crisis no duraría más de unos pocos meses," dice Najah. "En mi bolso sólo empaqué ropa de invierno, con la esperanza de que estaría de vuelta antes del verano. En aquel entonces, todavía tenía esperanza".
Su marido, Nuhad, se unió a ellos, pero regresó a Siria para cobrar su pensión, lo que habría sido suficiente para cubrir sus gastos de vida como refugiados en el Líbano. Pero Najah no ha sabido nada de él desde entonces. Además de preocuparse por Nuhad, ella está consternada porque no sabe de dónde sacará los US$ 400 para renovar los permisos de residencia que les permiten a ella y Ahmad quedarse en el Líbano. Debido a las restricciones impuestas por las autoridades libanesas a los refugiados, Ahmad no puede conseguir trabajo ni viajar libremente por el país.
Najah también tiene sus propios problemas de salud por los que preocuparse. Ella está recibiendo tratamiento para la hipertensión en la clínica de MSF en la ciudad de Al-Abda, y se sorprendió al haber sido recientemente diagnosticada con diabetes. Ella sostiene que sus padecimientos crónicos y su estado mental son consecuencias del dolor que ha experimentado en los últimos cuatro años, pero está satisfecha con la atención que está recibiendo, tanto médica como psicológica.
"Los médicos de aquí no sólo me dan consultas y renuevan mi receta médica, también me dan apoyo moral y consejos para poder hacer frente a las enfermedades y gestionarlas adecuadamente", dice Najah.
A pesar de sus preocupaciones, Najah sonríe a menudo. Cuando puede visitar a familiares o vecinos, disfruta de la oportunidad de tener noticias de sus hijos y nietos. Se considera afortunada por tener buenas personas a su alrededor, y por haber escapado de las bombas en Alepo.
"A pesar de las difíciles condiciones y desafíos que estoy enfrentando en el Líbano, todavía doy gracias a Dios por tener un techo sobre mi cabeza y buena gente a mi alrededor", dice Najah. "Es mejor que vivir en el terror continuo de los bombardeos."
Najah sueña con volver a Siria, pero dice que no culparía a sus hijos en caso que, después de todo lo que ha sucedido, decidieran no regresar. "Después de todo, cada uno tiene una nueva vida ahora," dice ella.
“Mi historia podría ser fácilmente el guión de una película”
Foto de: Gabriella Bianchi/MSF
Suar huyó del servicio militar en Siria y tomó el riesgo de ir hacia el Kurdistán iraquí en un viaje que involucró traficantes de personas, campos minados y la pérdida de sus posesiones más preciadas. Ahora se instaló en el campamento de Domeez, donde trabaja para Médicos Sin Fronteras (MSF) como enfermero. Suar es optimista acerca de las oportunidades que le brinda la vida como refugiado.
“Las cosas en Daraa se estaban volviendo duras y no me gustó el giro que estaban tomando. A medida que los grupos rebeldes comenzaron a multiplicarse, cada vez más soldados fueron desplegados en peligrosos puestos de control; otros fueron enviados a casas de sospechosos, rompiendo puertas en el medio de la noche, sin importar si había o no mujeres en el lugar. Ellos se vieron involucrados en vergonzosos actos como robos, saqueos y acoso. No quería formar parte de esto. Armado con una identificación militar siria, y todavía sin documentos de identidad civil, comencé mi camino a Damasco. Estaba aterrorizado de ser detenido por un grupo rebelde en uno de los muchos puestos de control a lo largo del camino y a ser reconocido como un soldado. Mi única esperanza era que no me pidieran en ningún momento mis documentos. Así que tomé un autobús que estaba repleto de pasajeros y recé porque me dieran un asiento al lado del conductor. Mi deseo se hizo realidad. Los oficiales de seguridad que comprueban los documentos asumieron que yo era el ayudante del conductor y siguieron adelante.
En Damasco, encontré una compañía de autobuses para organizar mi viaje al Kurdistán sirio. Les expliqué mi situación y el gerente organizó para que viaje con otros kurdos en un autobús que iba por caminos secundarios. El viaje duró 24 horas. Los conductores del autobús usaban teléfonos celulares para mantenerse informados entre sí acerca de los peligros a lo largo del camino y sugerirse rutas alternativas. Había una ventanilla secreta en la cual me podría haber escondido en caso de emergencia, pero tuvimos suerte y llegué a casa sin incidentes.
Pocos días después de llegar a casa, recibí una llamada de la base en la que me decían que el depósito había sido forzado, las armas robadas y que algunos soldados se habían unido a los rebeldes. Esa fue la gota que colmó el vaso. Sin interés de enfrentar la inevitable investigación, decidí que tomaría el riesgo.
Un tío me puso en contacto con algunos traficantes de personas. El día en que iba a salir, hubo un incidente y de repente se incrementó la seguridad en ambos lados de la frontera. Me escondí junto a otras seis personas en una casa durante días, esperando que la situación se calmara. En lo que concierne a todas las partes armadas, éramos combatientes en edad de servicio evadiendo nuestro deber. Desertores.
Eventualmente, hicimos un movimiento. Primero a un pueblo y luego a otro. Pagamos el equivalente a 500 dólares y fuimos escoltados a través de tres puestos de control. Luego nos dijeron que caminásemos solos la última milla en la oscuridad. De repente, fuimos descubiertos por tres hombres armados en motocicletas. Nos dijeron que nos detuviéramos y luego comenzaron a disparar. Me tiré al suelo, como me habían enseñado en el ejército y esperé. Mis amigos siguieron corriendo y casi los mataron. Cuando los disparos terminaron, me puse de pie pero olvidé recoger el bolso en donde tenía todas mis posesiones más valiosas: mis títulos de estudiante, una muda de ropa y un teléfono celular.
Llegamos a un puesto bajo control iraquí. Los iraquíes nos interrogaron, tomaron nuestros datos y nos pidieron que esperásemos mientras comprobaban la información con la sede en Bagdad. Pero un amable oficial se acercó y nos advirtió que corríamos el riesgo de ser deportados a Siria. Nos aconsejó que corriéramos hacia el puesto que se encontraba más adelante. Fue entonces cuando recordé mi bolso. Mi futuro dependía de los documentos que allí llevaba y no podía irme sin ellos. Mi amigo se ofreció a ir a buscar el bolso y se dirigió a un campo, sólo para descubrir que se trataba de un campo minado. Tuvimos que llamar al amable oficial nuevamente para que venga y lo rescatara.
Finalmente llegamos al puesto, aún sin mi bolso, y comenzamos el proceso de registro. Llamaron a alguien del lugar que accedió a ir a rescatar el bolso por mí- a un costo. Tuve que negociar duro, pero al final obtuve devuelta mis valiosas pertenencias.
Más tarde, ese mismo día, me crucé al Kurdistán iraquí. Mi ropa estaba hecha harapos, los cortes y las heridas que había sufrido tomaron dos meses en sanar, pero yo estaba a salvo y vivo.
Cuando llegué por primera vez al campamento de Domeez, había menos de 100 tiendas de campaña. Para entonces mi familia también se había unido y Domeez era el lugar obvio para solicitar la condición de refugiado. Empecé a preguntar por trabajo y, por casualidad, tres semanas más tarde, me encontré con un miembro del staff internacional de MSF que hablaba árabe. Llevé mis documentos a la entrevista y me contrató en el acto gracias a mi formación médica.
Pero mis padres aún no estaban contentos conmigo. Continuaron molestándome para que me casara. En el pasado, siempre me había negado a causa de mis estudios, y ahora, estaba ocupado con el trabajo y en comenzar una nueva vida. No quería pensar en tener una esposa. Sin embargo, mis padres fueron implacables. Poco después, mi padre anunció que estaba comprometido oficialmente con la hija de nuestros vecinos. Fue lo mejor que me ha pasado.
Ahora tenemos una niña y nos hemos mudado a nuestra propia tienda. La vida en el campo no siempre es fácil; hay cortes de energía seis horas al día y una gran cantidad de polvo. De todas maneras, tenemos trabajo dentro y fuera del campamento; tenemos dignidad.
Estoy agradecido por todo lo que me ha pasado, pero sobre todo, estoy agradecido porque me casé con una mujer buena y porque tengo un gran trabajo. De repente, toda nuestra dolorosa vida reconstruida, comenzó a complicarse.
Mi hija Helma, que ahora tiene ocho meses, tiene problemas de salud. Soy un enfermero especialista en reanimación -puedo darme cuenta cuando algo está seriamente mal. Ella ha estado teniendo convulsiones, pero no está claro por qué y ninguno de los tratamientos ha funcionado. Como su padre, debo hallarle la mejor atención médica.
Si tuviera pasaporte, saldría inmediatamente y la llevaría al mejor hospital de Alemania, donde sé que mi hija recibiría el tratamiento adecuado. Pero soy un refugiado, sin pasaporte. Estoy atrapado y no puedo ir a ninguna parte. Mi esposa tampoco tiene pasaporte -de hecho, al igual que muchos sirios kurdos, no tiene ni siquiera un documento de identificación sirio.
No quiero viajar ilegalmente con mi hija – sería demasiado peligroso para una niña que está tan enferma. Yo mismo lo he hecho, así que sé lo peligroso que puede ser cruzar las fronteras de forma ilegal. La única forma posible es aplicar a través de la ONU para un tratamiento médico en el extranjero, pero se necesita tiempo y hay muchos otros refugiados en la misma situación que nosotros. | Con información de Médicos Sin Fronteras Argentina y América del Sur de habla hispana
2016-03-16