EFE
Cuando anunció su candidatura, Donald Trump apoyó retirar a museos las banderas confederadas, pero ahora como presidente ha encontrado en la defensa de esa simbología un refugio a la tormenta de críticas por su respuesta a la violencia en Charlottesville.
"Deben ponerla en un museo, dejarla ir, respeta lo que tengas que respetar porque fue un momento determinado, pero ponla en un museo. Yo la retiraría, sí", dijo en junio de 2015, cuando apenas tenía el apoyo del 10 % de los republicanos en las primarias.
Entonces la que ahora es su embajadora en la ONU, Nikki Haley, sopesaba retirar de la sede del gobierno de Carolina del Sur la bandera confederada tras la masacre de la iglesia de Charleston, en la que un joven blanco mató a nueve afroamericanos.
Las fotografías del asesino con una bandera confederada generaron un movimiento social contra la presencia de ese símbolo en espacios públicos, que pronto se amplió a la nomenclatura, las festividades y, sobre todo, los monumentos en honor a ese periodo.
En EE.UU. hay más de 700 monumentos en 31 estados en honor al bando confederado de la guerra civil (1861-1865), formado por los estados secesionistas favorables a la esclavitud y perdedor de la contienda.
El debate sobre si esa simbología es patrimonio o racismo resurgió con fuerza esta semana después de que el pasado sábado acabara en tragedia una concentración supremacista blanca convocada contra la retirada de la estatua del general confederado Robert E. Lee en Charlottesville (Virginia).
Tras horas de exhibición de símbolos fascistas, un manifestante neonazi arrolló con su vehículo una contramarcha antirracista, matando a una joven e hiriendo a 19 personas.
El país esperaba una condena inequívoca de su presidente a los grupos supremacistas, pero lo que dijo Trump es que había "violencia y odio" (ese día ni siquiera habló de racismo) en "muchos lados".
El lunes, forzado por las críticas y en un discurso escrito por su equipo, trató de calmar las aguas condenando explícitamente al "Ku Klux Klan (KKK), los neonazis, los supremacistas blancos y otros grupos de odio" y diciendo que "el racismo es el mal", pero su mensaje, tardío y poco sentido, no convenció a nadie.
No obstante, fue al día siguiente cuando abrió la caja de los truenos en unas declaraciones a la prensa imprevistas que muchos analistas consideran la comparecencia pública más bochornosa de un presidente de Estados Unidos.
Trump no solo volvió a su postura inicial de que la culpa de la violencia en Charlottesville la tienen "ambas partes", sino que defendió que en la concentración supremacista también había "muy buena gente", cruzando una línea que fue demasiado incluso para muchos políticos de su partido.
El influyente senador Bob Corker, presidente del Comité de Relaciones de Exteriores, fue el más duro al decir que Trump todavía no ha sido "capaz de demostrar ni la estabilidad ni algo de la competencia que necesita demostrar para tener éxito".
Así, dos años después de haber defendido como candidato que las banderas confederadas deben estar en museos y en medio de la que ya se considera la peor crisis de su Presidencia, Trump ha salido sin ambages a defender la simbología confederada en lugares públicos para desviar la atención y desplazar el debate a un terreno más seguro.
"Triste de ver la historia y cultura de nuestro gran país siendo hechas pedazos con la retirada de nuestras hermosas estatuas y monumentos", escribió el jueves en una de sus habituales retahílas madrugadoras en Twitter.
Y siguió: "No puedes cambiar la historia, pero puedes aprender de ella. Robert E. Lee, Stonewall Jackson, ¿quién es el siguiente? ¿Washington, Jefferson? ¡Tan estúpido!".
Esa equivalencia, que ya usó el martes con el argumento de que Washington y Jefferson tuvieron esclavos, ha sido desmontada por numerosos historiadores en los días siguientes.
2017-08-19