"Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas", este fue uno de los pedidos más importantes que la Virgen de Fátima hizo a Francisco, Jacinta y Lucía, los tres niños videntes de Fátima.
Francisco nació en 1908 y Jacinta dos años después. Desde pequeños aprendieron a cuidarse juntos y acompañar a su prima Lucía, quien solía hablarles de Jesús. Los tres cuidaban ovejas en los hermosos campos de su región natal. Como muchos niños de su edad, jugaban y rezaban juntos.
Del 13 de mayo al 13 de octubre de 1917, la Virgen se les apareció en varias ocasiones en Cova de Iría, Portugal. Fueron meses llenos de gracia y de profunda presencia de Dios, pero también de prueba: soportaron con valentía calumnias, injurias, malas interpretaciones, persecuciones, e incluso prisión. Los pastorcitos repetían: “Si nos matan, no importa; vamos al cielo”.
Después de las apariciones, Jacinta y Francisco continuaron sus vidas sencillas. Lucía fue a la escuela, tal como se lo pidió la Virgen; lo mismo que Jacinta y Francisco. De camino pasaban por la Iglesia y saludaban a Jesús Eucaristía.
Francisco, sabiendo que no viviría mucho tiempo, le decía a Lucía: “Vayan ustedes al colegio, yo me quedaré aquí con Jesús Escondido”. A la salida del colegio, las niñas solían encontrarlo en el lugar más cercano al Tabernáculo, siempre en profundo recogimiento. De los tres, el pequeño Francisco era el más dado a la contemplación y quería, con sus oraciones, consolar a Dios, tan ofendido por los pecados de la humanidad. En una ocasión Lucía le preguntó: "Francisco, ¿qué prefieres más, consolar al Señor o convertir a los pecadores?" Él respondió: "Yo prefiero consolar al Señor”.
“¿No viste qué triste estaba Nuestra Señora cuando nos dijo que los hombres no deben ofender más al Señor, que está ya tan ofendido? A mí me gustaría consolar al Señor y después, convertir a los pecadores para que ellos no ofendan más al Señor." Y siguió, "Pronto estaré en el cielo. Y cuando llegue, voy a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora."
Jacinta participaba diariamente de la Santa Misa para recibir la Comunión. Todo lo ofrecía por la conversión de los pecadores y para reparar las ofensas hechas a Dios. Le atraía mucho estar con Jesús Sacramentado. "Cuánto amo el estar aquí, es tanto lo que le tengo que decir a Jesús", repetía.
Expresión de sacrificio y mortificación
En los meses de las apariciones, poco después de la cuarta, Jacinta encontró una cuerda y acordaron cortarla en tres y ceñírsela a la cintura, sobre la piel, como expresión de sacrificio y mortificación. Esto les causó mucho dolor, según contaría Lucía muchos años después. La Virgen les dijo que Jesús estaba muy contento con sus sacrificios, pero que no quería que durmieran con la cuerda. Y así lo hicieron.
A Jacinta se le concedió la visión de los sufrimientos del Sumo Pontífice. "Yo lo he visto en una casa muy grande, arrodillado, con el rostro entre las manos, y lloraba. Afuera había mucha gente; algunos tiraban piedras, otros decían imprecaciones y palabrotas", contó ella.
Por esto y otros hechos, los niños tenían presente al Papa y ofrecían tres avemarías por él después de cada Rosario. Su cercanía con la Madre de Dios había fortalecido inmensamente el poder de sus oraciones. Muchas familias acudían a ellos para que intercedieran por ellos ante la Virgen y se resuelvan sus problemas.
En una ocasión, una madre le rogó a Jacinta que rece por su hijo que se había de casa cual hijo pródigo. Días después, el joven regresó, pidió perdón y le contó a su familia que después de haber gastado todo lo que tenía, robado y estado en la cárcel, algo le tocó el corazón y decidió apartarse al bosque para pensar. Sintiéndose completamente perdido, habiendo arruinado su vida, se arrodilló llorando, y rezó. En eso, vio a Jacinta que lo tomó de la mano y lo condujo hasta un camino. Ese fue el inicio del regreso a casa de aquel muchacho. Cuando le preguntaron a Jacinta si se había encontrado con él, ella dijo que no, pero que sí había estado rogando mucho a la Virgen por él.
Epidemia en muchas partes de Europa
El 23 de diciembre de 1918, Francisco y Jacinta enfermaron gravemente de bronconeumonía. Por entonces una epidemia asolaba muchas partes de Europa. El buen Francisco se fue deteriorando poco a poco durante las siguientes semanas. Pidió recibir la Primera Comunión y para ello se preparó con ahínco. Se confesó y guardó incluso ayuno, estando enfermo.
“Yo me voy al Paraíso; pero desde allí pediré mucho a Jesús y a la Virgen para que os lleve también pronto allá arriba”, le dijo a Lucía y Jacinta. Al día siguiente, el 4 de abril de 1919, partió a la casa del Padre.
Jacinta sufrió mucho por la muerte de su hermano. Lamentablemente su enfermedad se complicó aún más. Fue llevada al hospital de Vila Nova, pero regresó a casa con una llaga en el pecho. Luego le confiaría a su prima: "Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María".
Antes de ser llevada al hospital de Lisboa le dijo a Lucía: “Ya falta poco para irme al cielo… Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Inmaculado Corazón de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Inmaculado Corazón de María, que pidan la paz al Inmaculado Corazón, que Dios le confió a Ella”.
Jacinta tuvo que soportar una cirugía en la que le quitaron dos costillas del lado izquierdo y quedó una llaga ancha como de una mano. Los dolores eran espantosos, pero ella invocaba a la Virgen constantemente y seguía ofreciendo sus dolores por los pecadores. El 20 de febrero de 1920 pidió los últimos sacramentos, se confesó y rogó que le llevaran el Viático porque pronto moriría. Poco después murió, a los diez años de edad. Jacinta, antes de morir, alcanzó a decir algunas cosas que fueron escritas por su madrina, con quien vivía.
“Los pecados que llevan más almas al infierno son los de la carne.
Las guerras son consecuencia del pecado del mundo. Es preciso hacer penitencias para que se detengan.
No hablar mal de nadie y huir de quien habla mal.
Tener mucha paciencia porque la paciencia nos lleva al cielo”.
Los cuerpos de Francisco y Jacinta fueron trasladados al Santuario de Fátima. Cuando abrieron el sepulcro de Francisco, vieron que el Rosario que le colocaron sobre su pecho estaba enredado entre los dedos de sus manos. Mientras que el cuerpo de Jacinta, 15 años después de su muerte, fue encontrado incorrupto.
"Contemplar como Francisco y amar como Jacinta", fue el lema con el que estos dos videntes de la Virgen de Fátima fueron beatificados por San Juan Pablo II, el 13 de mayo del año 2000.
El Papa Francisco los canonizó el 13 de mayo del 2017 en Fátima, dentro del marco de las celebraciones por el centésimo aniversario de las Apariciones de la Virgen.
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