EFE
Ni Britney, ni Rihanna, ni Jennifer Lopez ofrecen el espectáculo de Miley Cyrus, esa chica que hace no tanto triunfaba como estrella infantil y que a sus 21 años exhibe una orgía premeditada hasta el más mínimo detalle, explotando sin sonrojo el concepto pop hasta sus últimos términos.
El concierto de Miley Cyrus en Madrid, su segunda parada en España tras su concierto en Barcelona, ha sido el testigo esta noche de este show no apto para menores que despenaliza el “pop mainstream” o comercial y, por exceso, lo convierte en algo icónico incluso para el público “indie”, en una rara convivencia entre lo naif, lo kitsch y lo pornográfico.
Su promotora, la misma que traerá a la capital a los Rolling Stones la próxima semana, prometía unos medios técnicos y humanos incluso más colosales que los de “Sus Satánicas Majestades” y no se equivocaba ante lo que parece más propio de una producción operística.
Como se trata precisamente de rebasar el buen gusto, aquí todo es obsceno en sus proporciones: la pantalla de más de 10 metros de alto, el escenario con una larguísima pasarela, el coche dorado sobre el que aparece recostada con las piernas abiertas, el perrito caliente volador, los peluches y el hinchable gigante con forma de husky (un homenaje a su perro fallecido)…
Imposible apartar los ojos, so pena de perderse los innumerables detalles que contiene el espectáculo también en la pequeña escala, como los interminables cambios de vestuario, las proyecciones, los pasos de la docena de bailarines, los gestos, los guiños, el pélvico baile del “twerking” o la simulada felación a Abraham Lincoln.
Con escasas variaciones, la estadounidense repite este show cada tres días desde hace semanas y, a pesar de lo calculado de cada movimiento, logra mantener la frescura y/o la expectación por vivir instantes que se han convertido en emblemáticos, como su irrupción ante el público, regurgitada por su propia boca a través de un tobogán con forma de lengua (esa lengua de Miley).
Hannah Montana está definitivamente muerta y enterrada desde el punto de vista musical (no toca ni una canción de su etapa en la famosa serie infantil) y también como personaje. Ahora toca sintetizar todo el legado de sus predecesoras, todos sus escándalos y frases salidas de tono más o menos estudiadas e incorporarlos al show.
“A todo el mundo en este tour le decía que no podía esperar a llegar a Madrid. ¡Es mi lugar favorito para salir de fiesta en todo el mundo!”, gritaba Cyrus al público de la ciudad, recordando aquella cita previa en el Rock in Rio de 2010 en el que sorprendió a las familias presentes y al mundo entero por primera vez con una actitud más procaz.
Y en medio de todo esto revoltijo pirotécnico, ¿dónde queda la música? Pues en una primera mitad regada por las canciones de su último disco, Bangerz (adicto a la fiesta, en español), y una segunda repleta de versiones, con guiños, entre otros, a Lana del Rey (Summertime sadness) y Dolly Parton (Jolene), dejando que se asome un ratito la chica de Nashville.
Cinco músicos la acompañan y la envuelven en un sonido pasado de decibelios, que vive con el teclado y la atronadora batería de Fu uno de sus mejores momentos, igual que con Can’t be tamed, de una potencia casi metalera.
Además, Miley canta y lo demuestra en temas más sosegados como My darling o, ya al final, en los bises, con el que se ha convertido en su gran éxito personal, la apoteósica Wrecking ball, sola y sin más parapeto que la música de fondo.
La artista que más dio que hablar en 2013 de sobra ha dado muestras de su capacidad para sorprender. ¿Qué más se puede hacer después de esto? Sobre todo, impulsar el repertorio para que, en lugar de un par de éxitos, en su próxima gira suenen dos horas de temas a la altura de “esta mente para los negocios con un cuerpo para el pecado” pop.