Las últimas semanas por varios caminos me he topado con un discurso un tanto desalentado, la mayoría proveniente de una población adulta: “yo ya estoy en la punta de la cuerda” “por mí no, yo ya viví, a mí que me aplaste un camión” “yo me gocé éste país, no lo lamento por mí” “ya a mí qué, me queda muy poco”. Estos discursos vienen de una población que no lamenta la crisis tanto por ellos sino por sus hijos o nietos, “por los más jóvenes, por los niños”. No es que antes no los hubiese escuchado, pero escucharlos en las postrimerías de este atribulado año me estremeció, puedo confesar que me asusto. ¿Qué hay tras ese discurso tan aceptado como una especie de solidaridad con los más jóvenes? ¿Por qué éste desprenderse de el apego a la vida y al disfrute? ¿Por qué la necesidad de mostrar la poca importancia de la vida, de sus vidas? ¿Qué refleja realmente y cómo puede llegarle a los niños?
La mayoría de estas frases están cargadas de desesperanza, resta importancia a la continuidad del disfrute, del goce e incluso de la vida de los adultos: “yo ya viví, le toca a los más jóvenes” y quizá sea dicha con la mejor de las intenciones, con ese talante de ponerse a un lado y entregar el mando a las nuevas generaciones, pero en tiempo de crisis el discurso toma a adultos jóvenes que aún tendrían mucho que aportar a la sociedad y entonces ya parece no haber tanta buena intención y reflejan el cansancio ante la lucha, el agotamiento en la espera de una mejor calidad de vida, ya no es un reflejo de un ceder espacios a los más jóvenes ya es el asomo de la depresión.
Si los padres de familia manejan éste discurso la información que le llega a los niños es de un padre que poca importancia le da a su vida y que por ello entonces poco la cuidarían, de padres que sólo se mantienen en pie por sus hijos y no por ellos, crece en el niño entonces el miedo de que ellos no puedan mantener fuerte en sus padres el apego por la vida, crece la incertidumbre de no saber si sus padres son lo suficientemente fuertes para cuidarlos y protegerlos, naciendo una sensación de inseguridad, de desamparo.
Es importante detenernos por un momento y revisar nuestro apego a la vida, nuestra capacidad para disfrutarla, nuestros deseos de querer transformarla no solo por nuestros hijos sino por nosotros mismos; las crisis, los permanentes conflictos, la incertidumbre económica, laboral, social y en definitiva emocional en la que vivimos actualmente, favorecen la aparición de sensaciones de inestabilidad, miedo, desesperanza y angustia, y sentirlas no es cuestionable, pero no podemos normalizarlas e incluirlas habitualmente en nuestros patrones de conducta y en nuestra narrativa justificándonos en el hecho de estar viviendo “una de las peores crisis de la historia”. Si la desesperanza está ganando hay que buscar ayuda antes de transmitirla a nuestros jóvenes en forma de desamparo e incertidumbre.