Sin duda que el país necesita una renovación profunda, diríamos que una refundación.
La gente lo quiere, la nación lo pide. Para redibujarse y renovarse habrá que anotar errores, desviaciones y faltas, más allá de solo señalar culpables.
La vieja idea de que cambiar cuadros o poner arriba a los que están abajo, voltear la tortilla que llaman, de por sí no funciona, ya lo hemos visto.
Queremos salir del caos, no seguir viendo como el país se deshace, entrar en una ruta planificada con rigor.
No será suficiente quitar pasivamente lo que veamos inconveniente.
El clamor de la renovación profunda
Será necesario reconstruirnos como país, pero eso tampoco será suficiente. Debemos reconstruirnos como ciudadanos.
Ser venezolanos respetuosos de las leyes, que creamos en ellas. Necesitamos una profunda revolución interna, de las personas en sí.
Esto le sonará a chiste a la mayoría o a comentario irónico y burlón más que a una propuesta seria.
La respuesta del lector puede ser decir que es una imposible utopía. Pero en verdad no hay otra salida.
Quitar unos malos para poner otros que con suerte pueden ser menos malos, así se ha desarrollado la política en el país por décadas.
Grupos con supuestos ideales que finalmente devienen en defensores de intereses por los que sí luchan.
Son décadas de quítate-tú-pa-ponerme-yo. Y cada uno con el ahora-me-toca-a mí para descalabrar aun más al país.
Y la rotación de gobiernos se ha convertido en un mero círculo vicioso, en la alternabilidad de la corrupción.
Con varios años pensando que ahora sí tocamos fondo y constatar que aun no, que el abismo de la caída es más profundo de lo que imaginamos.
Que los actores del desastre, de cualquier bando con el que se identifiquen, tienden a pensar en términos de ganancia y de frutos del poder, y en su lenguaje se autoidentifican como los salvadores de la patria y vencedores de los demonios, para lo cual van a usar sus extraordinarias facultades que –misteriosamente- hasta ahora no les han funcionado.
Vemos en marchas y proclamas por las redes a personajes de uno u otro signo, haciendo vibrantes llamados a la legalidad que evidentemente ellos no cumplen.
Porque si en el país se cumpliesen a cabalidad las leyes, muchos de ellos estarían en la cárcel.
La aceptación de las desviaciones de lo correcto, de lo indebido y de la corrupción (por no hablar de otros delitos) gozan de la mirada ausente, del perdón y hasta del apoyo de gran parte de la población, especialmente si fueron cometidos por alguien a quien identificamos como compañero, correligionario o hasta vecino.
Como dijera Róber Calzadilla, director de la película homónima sobre la masacre de El Amparo en relación a dichos sucesos, que “ésta es una nación de cómplices”.
Nuestros guías morales han fracasado.
Hay que buscar otros.
Sin perder la alegre apertura del venezolano hacia las otras personas y otras culturas debemos como nación, coherentemente, ajustar nuestra brújula en lo ético.
Todos. El país entero.
Necesitamos una reorientación del Estado, que responda a la manera de ser de su gente, y una gente que responda a unos principios éticos estrictos.
Con lo cual llegamos a que lo que hay que modificar es a la gente y su comportamiento. Nada menos.
Debemos reconstruir todo desde el principio.
Éste es el momento ideal para dar el gran salto.
El gran cambio no puede darse de manera gradual.
Recordando el ejemplo de Japón, una sociedad medieval donde no había cárceles y la pena universal era cortar la cabeza, generó en un larguísimo período una sociedad con ciudadanos de supremo orden y respeto.
Sin tener que escribir mucho, diría que eso no es posible ni deseable.
Un reciente ejemplo, también de Asia, es el de Singapur donde la reglamentación minuciosa del comportamiento público, estricta e implacable, los convirtió en una población de alta civilidad, disfrutando de sus leyes, muy rigurosas pero para todos.
El problema básico no es la población porque ésta se amolda con rapidez a una situación muy nueva que le es favorable.
El problema mayor es encontrar el equipo ciudadano para implantarlo, exigente con ellos mismos para poder serlo con toda la comunidad.
Si colocáramos a los políticos actuales ante la antigua situación de “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, la pobre mujer sería apedreada con terrible saña pues todos aducen ser puros.
Aunque sí se encuentran quienes pueden levantar la cara y afirmar “yo sí puedo. Soy honrado, capaz y desinteresado”. Quienes no representan ambiciones ni odios particulares, qué no han sido cómplices en alguno de los desastres que hemos padecido.
Por delante la única vía posible es un maravilloso destino donde hay ley y orden justo para todos. O seguir en el caos por siempre.
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