La literatura puede verse como un océano caótico ansioso de clasificación, animados por el secreto, banal y posiblemente inútil propósito de distinguir a los buenos de los malos escritores.
Clasificar es tan inútil como inevitable. Un impulso del intelecto ocioso que busca o inventa orden donde no hay más que caos y contingencia. Un ejercicio cruel y banal y, pese a todo, potencialmente provechoso. Como en el idioma analítico de John Wilkins, clasificar nos descubre cosas que no sabíamos, detalles inadvertidos, elementos que de otro modo permanecerían ignorados, realidades que no son verdaderas y sin embargo existen.
Subjetiva como es, la literatura bien podría entenderse como un sistema de temperamentos, pero no en el sentido clásico (el de Hipócrates y Aristóteles y Galeno), en el cual los escritores son casi todos unos melancólicos, sino desde una perspectiva notablemente más arbitraria.
Los temperamentos de los que se habla están dados por los así llamados “grandes escritores”, personas que crearon una manera claramente identificable de hacer literatura y hacia quienes tienden aquellos que, iniciándose en la labor, se consideran tácita o explícitamente sus epígonos.
Bajo esta idea, la literatura es un sistema de bandos o de grupos definidos por la figura tutelar que los encabeza. Los hay proustianos y los hay cortazarianos; los hay alineados con esa inventiva que, como propuso Salvador Elizondo, cubre cierto tipo de literatura que va de Quevedo a Joyce; los hay gongorinos y beckettianos; hay quienes elogian la medianía y la normalidad, o la sordidez y los bajos fondos, como Gogol o Cheever o Bukowski. Hay, en suma, cuadrantes donde se puede ubicar a cualquier escritor, ejes limitados por aquellos que conforman el canon de lo que no sin colonialismo aún se conoce como literatura universal.
Pero además de la figura tutelar, dichos conjuntos se identifican también, y en consecuencia, por ciertas preferencias y aversiones, por temas y personajes y situaciones que prevalecen o que se desdeñan y nunca se tocan, por recursos narrativos, por detalles que, como ciertas marcas físicas, se convierten en el sello de una familia.
Esto, al menos, desde una perspectiva superficial, porque no basta la pretensión barroca para convertirse en un Lezama Lima o un Carpentier, no basta el laconismo expresivo para conseguir lo que Carver, o vivir en las márgenes y entre los lumpen para encontrar lo que Bolaño.
Los bandos de los que he hablado hasta ahora se encuentran separados por sus afinidades pero ligados todos ellos por una condición que, pienso, distingue al buen del mal escritor: su conciencia sobre el uso del lenguaje.
Al bando proustiano puede ser que, en efecto, lo identifique la homosexualidad y el demi monde, el snobismo de una clase decadente, pero más importante todavía es la manera en que Proust utilizó el lenguaje de su tiempo, permitiéndose algunas concesiones y prohibiéndose otras, dejando de realizar algunas por la simple razón de que no coincidían con su visión de mundo —que, en el caso de los escritores, está determinada lexicológica y gramaticalmente, por las palabras y el sistema en el cual estas tienen sentido.
La paradoja de este sistema es que ese elemento profundo, una manera específica de entender la realidad que se encuentra vinculada con las palabras y los fraseos más íntimos de una persona, es absolutamente inimitable.
De algún modo el buen escritor es quien trasciende dicha voluntad de emulación al descubrir la relación entre esa parte personal del lenguaje y el lenguaje del mundo, cuando toma conciencia de que las palabras y su acomodo deben responder a una manera singular de aprehender el mundo, una manera única porque emana de esa historia irrepetible que es una existencia humana y todo, todo lo que esta conlleva.
Las palabras pueden entenderse como dispositivos o, de manera más tradicional, como los elementos básicos de un conjuro, como fragmentos de realidad que a su vez abren o clausuran la posibilidad de otras realidades./PS
(KC)