AFP
Cuando los primeros rayos de sol despuntan sobre un vecindario colombiano conocido como “Pequeño Mene Grande”, una referencia a la cálida ciudad venezolana de la que proceden muchos de sus últimos vecinos, seis hombres y mujeres se levantan de sus viejos y desgastados colchones.
Las mujeres se maquillan delante de un espejo que cuelga de las barras de seguridad instaladas por dentro de la ventana. Una de ellas envuelve a su hija de cuatro meses en una manta amarilla. Los hombres se visten con chaquetas y gorras de béisbol.
Bogotá es fría comparada con Caracas y su día será largo. Su tarea: vender 54 mangos a menos de un dólar cada uno, con la esperanza de poder enviar algo de dinero a sus familiares, que atraviesan aún más problemas en casa.
“Nunca imaginé vivir así“, dijo Génesis Montilla, una enfermera y madre soltera de 26 años que dejó a sus tres hijos con su abuela.
Mientras Venezuela se hunde cada vez más en la ruina política y económica, la huida de sus ciudadanos se acelera y alcanza niveles nunca vistos en su historia. Los expertos creen que casi una décima parte de sus alrededor de 31 millones de habitantes vive ahora fuera del país. Para los profesionales cualificados, el destino preferido es España o Estados Unidos, donde se quedan superando los límites de sus visados y ahora solicitan asilo por primera vez 18.155 solo el año pasado.
Para muchos, más pobres, que huyen de la inflación de tres dígitos, de las largas filas para comprar comida y de la escasez de medicamentos, Colombia es el final del viaje. Las estimaciones indican que en la últimas dos décadas llegaron más de un millón de personas, invirtiendo la tendencia previa de colombianos que pasaban a Venezuela para huir de la guerra.
Los más desesperados cruzan de forma ilegal a través de una de los cientos de “trochas”, caminos de tierra sin pavimentar en la porosa frontera de 2.200 kilómetros (1.370 millas) entre los dos países.
“Cuando hablas con venezolanos, todos dicen ‘me quiero ir’“, dijo Saraid Valbuena, de 20 años, que realizó el viaje con su esposo y su bebé de un mes a principios de año. “A pesar de que uno viene aquí a dormir en el suelo, quieren venir porque saben que con un día de trabajo, dos días de trabajo, uno puede comer”.
Este flujo no da señales de disminuir y preocupa a las autoridades colombianas hasta el punto de que están elaborando planes de contingencia por si aumenta o se repite una crisis como la de 2015, cuando el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, expulsó a unos 20.000 colombianos de la noche a la mañana.
El gobierno de Colombia envió recientemente una delegación a un campo para refugiados sirios en Turquía para aprender cómo responder a una repentina llegada masiva de inmigrantes. El alto comisionado de Naciones Unidas para los refugiados está estudiando la preparación de sus oficinas en Colombia, Brasil y Trinidad y Tobago, para gestionar una posible avalancha de migrantes venezolanos.
“Desde hace como año y medio ha sido una migración constante”, señaló Daniel Pages, presidente de la Asociación de Venezolanos en Colombia. “La necesidad venezolana es salir de Venezuela para vivir”.
Oficialmente, Venezuela niega que sus ciudadanos estén huyendo a Colombia. En febrero, Maduro afirmó que los colombianos seguían entrando “en masa” al país. Caracas no presenta estadísticas sobre inmigración desde hace más de una década.
Valbuena y Montilla comparten cuatro diminutas habitaciones de bloques de concreto con otras 12 personas. Robaron chaquetas usadas para soportar el clima húmedo y andino de Bogotá. Uno de sus desvencijados colchones de fue sacado de la basura.
“Todos los días amanezco con ganas de irme, pero no puedo”, lamenta Montilla, que en su país vivía en una casa confortable con sus tres hijos. Su salario diario en el servicio de urgencias de una clínica no le alcanzaba para comprar un tubo de pasta de dientes.
En un día normal, Montilla y los otros cinco toman un autocar hasta el mercado mayorista donde compran los mangos. Pero con el final de la temporada de mangos, las frutas escasean y los precios suben y, en lugar de los cuatro dólares habituales por un saco de 30 piezas, el comprador les pide 7,5 dólares, casi el doble. Y ellos tienen ese dinero.
En su lugar, deciden intentar vender los 54 mangos que dejaron en carros de madera que guardan durante la noche en una parte más adinerada de Bogotá.
Con el bebé arropado y las chaquetas puestas, el grupo sale del departamento y se dirige a la estación de autobuses. En las inmediaciones, dos policías con chaquetas amarillas reflectantes les dan el alto.
“Cédula todo el mundo”, pidió uno de los agentes.
“Somos venezolanos”, respondieron varios en el grupo.
Los policías, sorprendidos por su franqueza, anuncian que llamarán a inmigración, una amenaza que no altera a los venezolanos. Una de las tres chicas del grupo saca una tarjeta fronteriza que permite viajes cortos a Colombia. Los agentes parecen quedar satisfechos, pero les dicen que lleven identificación la próxima vez.
Hace décadas, cuatro millones de colombianos realizaron el viaje a la inversa cuando su país estaba envuelto en un conflicto armado con las guerrillas y Venezuela, rica en petróleo, estaba despegando.
Muchos de los venezolanos que llegan hoy al país tienen raíces colombianas, pero lo que no tienen complicado legalizar su estatus. Al contrario que el vecino Perú, que ha ofrecido visados temporales de trabajo a los venezolanos, Colombia no les proporciona ningún tipo de estatus legal humanitario. Pueden solicitar visas de refugiado, pero pueden tardar más de dos años en procesarse.
En los primeros años de la revolución socialista del fallecido presidente Hugo Chávez, ejecutivos del petróleo y otros venezolanos adinerados huyeron a Colombia en una cantidad tal que elevaron los precios de las viviendas y complicaron aún más el acceso a las escuelas privadas de élite. Pero los recién llegados tienen apenas unas monedas en sus bolsillos.
Aunque la mayoría de los que ingresan ahora a territorio colombiano son de clase media y baja, Montilla y sus amigos han visto incluso a profesionales cualificados, como arquitectos o ingenieros, durmiendo en estaciones de autobús.
Montilla decidió dejar su país cuando sus hijos le decían “tengo hambre” y ella no tenía con qué alimentarlos.
Antes de partir, les contó que quería hacer.
“Sí, anda. Para que no pasemos necesidades. Para que no pasemos hambre”, le dijo su hijo mayor, de 10 años.
2017-06-22