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Birmania es uno de los mayores productores de jade del mundo. El corresponsal de la BBC Alex Preston se fue donde hay más de estas piedras semipreciosas y terminó tomando té en una cueva de Aladino.
Al principio, creo que es una cascada. Una ola de sonido líquido viene hacia mí sobre las aguas salobres del río Irrawaddy.
A medida que me acerco, tras cruzar un puente junto a un grupo de monjes vestidos con túnicas de color naranja, el ruido se hace más fuerte, más cristalino.
Estoy en Mandalay, al norte de Birmania, una ciudad bulliciosa de un millón de habitantes, y el sonido corresponde al traqueteo de los cientos de miles de piedras preciosas en el mercado de jade más grande del mundo.
Me acerco a la entrada del mercado y paso al lado de talleres donde los adolescentes, con cigarrillos colgando de sus labios, tallan trozos de jade sin pulir haciendo girar las ruedas de las máquinas con saña.
El mercado es un gran laberinto desconcertante, en el que, fila tras fila, los comerciantes muestran sus iridiscentes piedras dispuestas en bandejas blancas.
Al menos la mitad de los comerciantes son chinos, y en las voces que resuenan por encima del ruido del clasificado de piedras se mezclan el mandarín y el birmano, mientras compiten por el negocio.
El jade puede tener varios colores: verde, blanco, gris, negro, amarillo, naranja y violeta.
El ser humano lo descubrió hace 7.000 años. En la Prehistoria se utilizó para fabricar utensilios y armas, porque es un material muy duro.
A menudo se le llama gema real en China, ya que fue muy apreciada por los emperadores.
Para los mayas y los aztecas tenía más valor que el oro.
Jade es un término genérico para dos piedras diferentes: la nefrita y la jadeíta.
Negocio lucroso
Según cálculos, el valor del comercio de jade en Birmania asciende a más de US$8.000 millones al año.
La mayor parte de esas piedras semipreciosas van a China, cuya presencia en Birmania ha crecido a un ritmo acelerado desde el fin de la dictadura militar en 2011.
Mientras camino por una de las estrechas callejuelas del mercado, tras esquivar una pila con esencia de nuez de betel, veo a una comerciante china fijar una lupa en su ojo para examinar un pequeño montón de luminosas piedras verdes.
Está regateando con un joven. Lo llamaremos Breng Mai, un seudónimo, por razones que quedarán claras después. Es de Kachin, una región semiautónoma del extremo norte del país.
La historia de un conflicto
El devenir del jade birmano está inextricablemente ligado a la turbulenta historia de Kachin, otrora un país de exuberantes colinas y barrancos, que rozaba la frontera con Nagalandia, el estado sin ley del nordeste de India.
El Ejército para la Independencia de Kachin (KIA, por sus siglas en inglés) libró una larga y sangrienta guerra contra el gobierno birmano. El alto el fuego fue declarado en 1994, pero las tensiones y los estallidos de violencia persisten, y los servicios de seguridad de Birmania tienen una fuerte presencia en la zona.
Los bloqueos de carreteras y toques de queda ayudan a mantener una paz precaria, pero también aseguran que el gobierno mantenga el control sobre el negocio del jade.
Más tarde me encuentro Breng Mai, en la tienda de su tía en el centro de Mandalay. Tiene 23 años y es absurdamente bello, con su pelo en punta y una moderna mecha rubia. Lleva una camiseta del KIA. La tienda está vacía y es lúgubre, con una sola bombilla que cuelga del techo.
Sobre el polvoriento mostrador hay huevos, pasta de dientes, palitos de incienso y galletas de camarón. Breng Mai me lleva por un pasillo, a través de una puerta con cortinas, hasta un cuarto trasero: el centro de su imperio de contrabando.
Es como el planeta Kriptón, grandes montículos de jade ligeramente resplandeciente.
"Es todo chinjalu", me dice, la palabra kachin para denominar al jade más claro y de más alta calidad; una roca conocida en otros lugares como "jade imperial". La tienda es una fachada para las operaciones ilícitas de Breng Mai.
Bebiendo té entre los montones de piedras semipreciosas, Breng Mai me dice que fue a las minas de jade de a los 15 años."Aunque algunos de los trabajadores no tenían más que ocho".
"Era peligroso", dice. "Solía haber avalanchas constantes. Una de ellas arrasó el campamento. A mí me dañó las piernas, pero mi mejor amigo murió".
Prohibición
Para operar legalmente, los mineros del jade tienen que pagar un impuesto al gobierno. "El contrabando hace que mis ganancias sean mucho más altas", dice Breng Mai.
"Conduzco un camión de cerveza de Hpakant -pueblo al norte de Birmania- a Mandalay cada pocas semanas. Los barriles del medio de la camioneta están llenos de jade. El gobierno lleva a cabo redadas de tanto en tanto, pero hasta ahora he tenido suerte", añade.
Aunque Occidente ha levantado en gran medida las sanciones contra Birmania, en vista de los tentativos pasos hacia la democracia del gobierno de Thein Sein, la prohibición al comercio del jade sigue existiendo.
Las condiciones en las minas son pésimas, y el gobierno de Estados Unidos dice que el negocio del jade "contribuye al abuso de los derechos humanos y socava el proceso de reforma democrática de Birmania".
Mientras que los extranjeros no tienen permitido extraer jade, Brend Mai asegura que la mayoría de las principales operaciones las gestionan los chinos.
"Los chinos le pagan a los mineros mucho más, pero las condiciones son aún peores", dice.
Agotando recursos
Las verdes colinas de antaño están ahora marcadas y deforestadas en Kachin.
"Cuando los chinos terminen con el estado de Kachin, no quedará jade. Las minas que eran ricas en mineral hace diez años se están agotando", pronostica.
Hasta ese día, en los puestos del laberíntico mercado de jade de Mandalay se seguirá escuchando el traqueteo de las gemas, el llamado de las voces chinas y birmanas.
Antes de marcharme, Breng Mai me entrega una pequeña astilla de jade oscuro. "Para que te de suerte", dice. "A mí me ha ayudado".
2014-07-20