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El difícil arte de una buena tormenta de ideas

Viernes, 14 de febrero de 2014 a las 07:30 pm
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Comenzaba el siglo XX y tres hombres con camisa de cuello almidonado trabajaban en una oficina en Holanda. De repente, se detuvieron para que les tomaran esta fotografía.

Uno de ellos, a la izquierda, es el padre de mi suegro. A la derecha está su padre, quien estaba al mando de una exitosa compañía textil que empleaba a unas mil personas.

Se hizo bastante famosa por fabricar ropa interior. Durante décadas, Jansen y Tilanus fue un conocido nombre de calzoncillos largos.

Todo se coordinaba desde esta habitación. Las decisiones podían tomarse en un instante, las discusiones probablemente eran cortas.

A pesar de que los tres directores siempre estaban cerca, la mayor parte del trabajo se hacía intercambiando notas entre ellos.

La empresa familiar era elegante y ágil. El flujo y reflujo del negocio se comunicaba -casi instantáneamente- a las personas que necesitaban estar enteradas. Las ideas fluían.

Los bancos de la ciudad de Londres trabajaron así durante el siglo XIX. Eran asociaciones: los socios se sentaban juntos en un salón o una sala de recepción. Todos podían ver a todos.
Cada mañana, el correo de la empresa se abría delante de ellos. Las malas noticias no podían ocultarse, los cheques entrantes no podían ser desviados o disimulados.

Existía una clara –si bien opresiva- transparencia en la forma de trabajar de estas empresas.
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Menor importancia de la oficina

Incluso en la era de internet, esta forma tan ágil y austera de tomar decisiones y crear es algo que muchas organizaciones intentan emular y parecen no saber cómo hacerlo.
El problema se hace más patente si se piensa en los espacios de oficina.

En el siglo XIX, las oficinas como la de la fotografía superior solían ser extensiones de la casa familiar, de ahí la salita.

Posteriormente, el siglo XX fue testigo de la aplicación del sistema de producción en línea de Henry Ford al trabajo de oficina. El flujo de trabajo se convirtió en la principal obsesión, las oficinas de espacio único con cientos de personas y cientos de escritorios idénticos pasaron a ser la "forma moderna" de trabajar.

Hacia finales del siglo XX, las empresas comenzaron a prestar atención a la idea del profesor Peter Drucker sobre la importancia del "trabajador del conocimiento". Esta gente necesitaba al menos un módico espacio privado para profundizar sus conocimientos y colocar algunas fotografías de la familia.

Para respetar su individualidad, las compañías instalaron cubículos como espacio de trabajo. El grado de privacidad era controlado de forma estricta, por supuesto. Un jefe itinerante podía fácilmente asomarse por encima del cubículo para asegurarse de que el "trabajador del conocimiento" no estaba perdiendo el tiempo.

Mientras tanto, la red informática daba origen a otra revolución del espacio de trabajo. Desde el momento que entra en la computadora con su clave, los jefes saben dónde esta el trabajador. Y el correo electrónico puso fin a la necesidad de memorandos escritos a máquina y de las secretarias que mecanografiaban cartas. Herramientas como un mejor ancho de banda para internet y el acceso por celular permitieron a las personas trabajar desde casa, o desde cualquier lugar.

Esto ha sido desesperante para las empresas convencionales. Les preocupa saber cómo confiar en su fuerza de trabajo a distancia.

Y también les preocupa qué puede pasar con el espacio de oficina que todavía tienen a su disposición. ¿Qué sentido tiene la oficina para una compañía del siglo XXI?
Se ocupa mucho tiempo en descifrar esta enredada cuestión del lugar de trabajo.

¿Cómo puede una empresa reflejar en su espacio de trabajo la creación vibrante, flexible e innovadora que necesita para sobrevivir en un ambiente empresarial altamente competitivo y en constante cambio?
¿Y cómo puede alejarse del espacio abierto ruidoso y opresivo lleno de hileras de escritorios uniformes?

Ser suave con las críticas

Si a las personas se les permite trabajar allá donde el trabajo las lleve –en casa, donde el cliente, en la cafetería con wi-fi gratuita- se necesitarán nuevas formas y arreglos para las oficinas.

En concreto, hay una nueva obsesión con espacios rompedores: lugares que favorezcan la casualidad, encuentros al azar, reuniones de pie, entornos con colores, luces y asientos mullidos que reflejen la idea de que es un lugar de trabajo donde las ideas son importantes, y las ideas necesitan un elemento de espectáculo para florecer.

No estoy convencido de que sea cierto.

Consideremos el culto a las tormentas de ideas, que las nuevas oficinas reflejan de alguna manera. Es una ténica desarrollada por un tal Alex Osborn, publicista de Nueva York, en 1939.

Osborn publicó sus hallazgos en un libro en 1948 y la propuesta de la tormenta de ideas la plasmó en un capítulo titulado "Cómo organizar un equipo para crear ideas". Recomendó concentrarse en la cantidad de ideas generadas, no ser muy crítico, acoger pensamientos extravagantes y esforzarse en combinar varias propuestas con el objetivo de sacar las mejores.

Lo presentó de forma bastante esquemática. La idea central parece ser que se anulan las convenciones normales para las reuniones. El potencial de las tormentas de ideas sólo se alcanza si las colisiones de ideas no sólo son posibles sino que ocurren.

Suena interesante, fascinante, incluso productivo. No es extraño que tantas organizaciones hayan adoptado técnicas de este tipo, en las que se congrega al personal en grandes grupos para que aporte ideas.

Aún así, varios estudios académicos han arrojado dudas sobre el proceso, y las objeciones no son algo fuera de lo común. Por ejemplo, los grupos pueden ser fácilmente dominados por oradores exhibicionistas con gran capacidad de palabra.

Valor del trabajo individual

El pensamiento verdaderamente creativo puede emerger mejor y de forma más realista a partir de la contemplación tranquila de un problema.

El trabajo en grupo a menudo produce un fenómeno similar a un zumbido: el grupo realmente siente que está logrando algo en los mullidos sofás.

Luego, de vuelta en el escritorio, no hay muchos resultados. Excepto que el honor del grupo o departamento se vio satisfecho.

Ya en 1958 un estudio de la Universidad de Yale había concluido que la tormenta de ideas a solas, por extraño que suene el concepto, es más efectiva que hacerla en grupo.

Tengo una profunda convicción de que las tormentas de ideas están sobreestimadas porque las organizaciones empresariales están inquietas ante la aparente monotonía de los lugares de trabajo en los que muchas personas pasan tanto tiempo de sus vidas.

Actividades de un día o medio día fuera de la oficina o las sesiones de tormenta de ideas, le permiten a los jefes sentir que, de alguna manera, están compensando por esa monotonía, que están haciendo lo correcto.

Sin embargo, las tormentas de ideas no sustituyen a la ardua tarea de leer, escribir, analizar… y no reemplazan al proceso de reflexión que se requiere para resolver un problema.

El pensamiento es un acto individual y contemplativo que –después- se puede compartir con otras personas con las que se intercambian ideas. El correo electrónico, con sus cadenas de intercambios de ideas, parece ser una buena opción. No así la red social Twitter.
Esta es la razón, después de todo, por la que mis parientes holandeses se escribían todas esas notas unos a otros, incluso estando en la misma oficina. Pensar es un trabajo duro, más duro que hacer una tormenta de ideas.