Carlos Valmore Rodríguez
Desde su fundación en 1558, Mérida se eleva 1.600 metros sobre el mar. La crisis venezolana transmite la sensación de que ahora escaló hasta los cinco mil. Un cataclismo, ajeno a la naturaleza, parece haberla empujado hacia arriba. Ascender hasta la Ciudad de los Caballeros en 2017 se ha vuelto turismo de aventura. Todo por la enorme paradoja de un país petrolero con escasez de gasolina. Aun así, inténtelo: Vale la pena. Haga de cuenta que va para la Gran Sabana: Lleve todo lo que pueda con usted.
Le diría que llevara pimpinas de gasolina y resuelto el problema, pero capaz y termina preso por contrabando de extracción. Si quiere otro consejo, no suba por El Vigía. Un interminable regimiento de policías acostados, hoyos en el pavimento y, sobre todo, la falta de combustible hacen del recorrido por esa vía una odisea insufrible y potencialmente peligrosa. Abundan las estaciones de servicio, pero muy pocas surten carburante; y las que lo hacen están sitiadas por largas filas de sedientos vehículos que desembocan allí porque más adelante es un albur encontrar otra abierta. Como si fuera poco lo de las colas, las autoridades colean a los motoristas que les dejan “para los frescos”.
Es mucho mejor irse por Barinas: Tampoco es que hay gasolina para derrochar, pero al menos cuenta con una excelente autopista hasta el piedemonte. Luego el ascenso por el páramo ofrece el bello paisaje y el frío de siempre.
Una vez arriba, la situación mejora. Como en el resto del territorio, falta azúcar, harina de maíz y abastecerse de combustible, puede ser fácil o difícil dependiendo del día. Además, la ciudad está un poco sucia. Pero ya se está en Mérida y uno se lo toma con soda. A continuación algunos de los sitios de interés.
El teleférico de Mukumbarí. Es un bolsón del primer mundo entre las cumbres andinas. Es recomendable comprar las entradas al llegar, porque hay mucha demanda. En nuestro caso, las adquirimos un sábado para subir el martes siguiente.
Son baratas: 8.000 bolívares los adultos y 5.200 niños hasta 12 años y personas de tercera edad (los extranjeros cancelan en dólares). Se puede pagar con punto. El ascenso desde la base (Barinitas) por las cuatro estaciones (La Montaña, La Aguada, Loma Redonda y Pico Espejo es muy ordenado y todo fluye. Hay atención médica en cada etapa y recomendaciones para mantenerse sano en la altura. Olvídese del viejo teleférico. Esto es otra cosa. Le hincha el pecho a la venezolanidad. Todo limpio, organizado y funciona.
Cada cabina acoge a 60 personas, 40 sentadas, 20 de pie. Al llegar a cada parada, se hace trasbordo a la siguiente, sin permanencia. El recorrido y disfrute por las estaciones se hace en el descenso y está calculado para un máximo de 45 minutos en cada una.
No se haga demasiadas ilusiones de que en el Pico Espejo jugará con nieve como si estuviera en Chamonix. El cambio climático nos ha racionado hasta eso. Las Cinco Águilas Blancas han perdido casi totalmente su níveo y helado plumaje.
A nosotros nos tocó en suerte una tímida nevada que hizo las delicias de los visitantes. Fue un momento mágico. Sólo que no es como antes, cuando se acumulaba la nieve y se hacían muñecos con ella, como en las películas. Sólo el Pico Bolívar conserva glaciares eternos. Humboldt, Bonpland, La Concha, Toro y Espejo se visten de novia de vez en cuando.
Los Chorros de Milla. Salvo por un famélico dromedario que sigue la Nicodieta, los animales parecen gozar de buena salud. Exhiben un tigre de bengala, osos frontinos, un cóndor, pumas, monos, venados, serpientes, cerditos vietnamitas, onzas, cunaguaros, águilas, tucanes, paujíes. Sigue siendo un estupendo ejercicio subir hasta las cataratas, sello distintivo de este zoológico.
Las entradas son económicas y los adultos mayores no pagan. Tampoco los niños menores de 13 años. Adentro hay variedad de puntos para “chuchear”.
El Reloj de Beethoven. Partamos del hecho de que un reloj tiene como misión primigenia dar la hora y este no la da. Las manecillas están fijas, como la estatua de Beethoven y los duendes que antes se movían cada hora bajo los acordes del gran compositor.
No hay hora, no hay movimiento, no hay melodía. Lo que sí hay es un craso error: hace pocos años, el Gobierno quiso recuperar este símbolo de la ciudad, pero cuando refaccionaron el círculo central con las horas (expresadas en números romanos) pusieron las cuatro con cuatro I y no con una I y una V (IV), como expresaban los romanos ese número. Inconcebible.
La Venezuela de Antier. Cuesta 25 mil bolívares la entrada general, al igual que la de Los Aleros y la Montaña de Los Sueños, pero nunca aburre. Hay nuevos estados y otros en construcción, como Carabobo. No deje de ir. Para llegar a la Montaña de los Sueños es recomendable bajar de Mérida a Chiguará con el tanque lleno, porque hay poco combustible y vía a Bailadores necesita el chip para surtir.
El mercado municipal. Sigue siendo un refugio para comer barato. Venden el levantón andino, un menjurje que supuestamente consta como de veinte ingredientes (entre ellos ojos de buey), pero que al final sabe a jugo de mora.
El páramo. Magnificente. Con sus muros de piedra, sus crestas elevadas, sus frailejones, sus lagunas. No deje de pasar por el refugio del cóndor, situado entre Llano del Hato y el pico El Águila. Allí verá a Combatiente, un noble ejemplar en cautiverio. Le explicarán en un video un tanto viejo (patrocinado por Corpoven) cómo fue reinsertada la mayor de las aves voladoras en su hábitat venezolano después de haberse extinto en los años sesenta. No deje de ir al observatorio. Trabaja de tres a seis de la tarde.